Volviendo

 Salí temprano para no encontrar demasiado tráfico. Llevaba el coche cargado con todo lo que me llevaba, con la sensación de haberme transformado en un caracol. El último viaje que habíamos hecho juntos ese coche y yo acabó en un accidente y la reparación había durado dos meses. Así que, como era de esperar, yo iba temblando. Pero el miedo no estaba entre los lujos que podía permitirme. Había que hacer el viaje y estaba haciéndolo. Eso si, con precaución, con atención y con silencio. Sólo hacían falta esos tres ingredientes. 

Como no había tanto tráfico como yo esperaba, me atreví con el regulador de velocidad automático: 120, ni más ni menos. Ahora había que controlar los distintos tramos de autopista: A 53 casi vacía, A52, la maldita, la del accidente pasado, bastante bien. El sol iba saliendo y subía la temperatura. Yo seguía sin música, sin libros, sin radio. Concentrada en mis recuerdos, mi tristeza, mi desánimo acompañados por el dolor de espalda que me había producido el empaquetar tantas cosas y trasladarlas al coche. Y para echar  a mi mente algo de pasto positivo o al menos una gran dosis de indiferencia, me dediqué a agradecer todo lo bueno que dejaba. 

Mi mente dio inesperadamente un salto de casi 50 años. Empezaron a salir, como quien sale de un frasco de formol, recuerdos que estaban allí aún vivos y que no habían vuelto a mi mente en cuarenta años. Era la ida. Los 18 años en los que sólo buscaba libertad y me até con cadenas que me dolían por los cuatro costados. Pero las cadenas se fueron haciendo moldes y se acomodaron a mi cuerpo hasta protegerlo. Las cadenas se habían transformado en mi propio yo que ya era libre y feliz.

Y ahora, cuarenta años después recuperaba aquella libertad, cuando ya no me interesaba y perdía la protección de la que había gozado en lo que ya había constituido toda mi vida. 

Mis recuerdos de formol, ni siquiera conseguían herirme. Me daban risa. Me ayudaban a hacer aún más cómica mi situación presente. Recordé de repente a la gente con la que coincidí en el autobús de ida a Santiago, a mis compañeros de la facultad. Me acordé de la primera vez que caí en la cuenta de que lo que llamaban 'polvo' en Santiago era la basura, de cómo había que pensar que cuando decían 'quitar' era 'sacar' y al revés. Ahora todo me parecía increíble porque ya no sabía buscar sinónimos a palabras como 'lercha', 'riquiña', 'larpeira' o 'argalleira'. 

No quería pensar en lo que me esperaba. El futuro se iría escribiendo solo. 

Y hoy me veo aquí, toda la tarde de verano caluroso vigilando a una enferma terminal. Sin saber muy bien si voy a poder enfrentarme a lo que me espera. Sin sentir nada, nada... 

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