Moby Dick. La simbología mítica del destino
En el capítulo primero
de Moby Dick, Melville justifica su decisión irracional de lanzarse a la mar invocando como testigos autorizados a personajes míticos e históricos del mundo
grecolatino. Su conducta atípica y su poder divino dan
muestra de que la humanidad en su conjunto, y no solo el protagonista, advierten
un desajuste insano entre la razón y el instinto que actúa en ellos como una
fuerza poderosa que les arrastra hacia comportamientos extravagantes.
Son en
definitiva estos seres 'supra' o 'para'- humanos quienes gobiernan el destino.
A
Poseidón, dios del mar, es a quien primordialmente culpa Ismael de haber puesto
en su corazón el insensato deseo aventurero de embarcarse voluntariamente en la un ballenero aun presintiendo para este viaje un desenlace mortal:
¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el
mar? ¿Por qué los griegos le dieron una divinidad aparte, un hermano del propio
Júpiter? Cierto que todo esto no carece de significado
Las
narraciones de viajes por mar, ya desde la Odisea, al estar concebidas como un
escenario de aventuras sin un final programado, son intrínsecamente en mayor o
menor grado una reflexión sobre la condición humana. Poseidón es el señor del
mar, el hermano de Zeus que gobierna el cielo y de Hades rey del inframundo. Al
igual que ellos goza de poderes sobre las criaturas y los ejerce como le
corresponde a un dios de la primera generación de olímpicos, es decir, con criterios
primitivos y brutales que no se ajustan ni respetan de forma absoluta el orden
racional, cuyo triunfo, en la historia de la creación mitológica griega, no se
ha establecido aún definitivamente sobre el Caos.
La
atracción que el mar -y en un sentido más amplio, el agua como símbolo del
peligro- ejercen en el hombre se ilustra con la imagen de Narciso, el personaje
mitológico que se queda absorto al contemplar en un río el reflejo de su propia
belleza y atraído por su imagen se lanza al agua para poseerla, muriendo en el
intento:
Aún más
profundo es el significado de aquella historia de Narciso, que, por no poder
aferrar la dulce imagen atormentadora que veía en la fuente, se sumergió en
ella y se ahogó. Pero esa misma imagen la vemos nosotros mismos en todos los
ríos y océanos. Es la imagen del inaferrable fantasma de la vida; y ésa es la
clave de todo ello
La
comparación con Narciso simboliza algo más que la simple atracción por la
belleza, alude también a ese elemento demoniaco que los románticos,
particularmente Lord Byron, identificaban con el genio creativo y rebelde del
ser humano que aporta a la personalidad fuerza, energía y dinamismo y que es en
definitiva el que lleva las riendas del destino de cada hombre. Es esa fuerza
instintiva y supranacional por la que Goethe
se remueve y toma la polémica decisión de perdonar los crímenes de
Fausto al final de su obra. En Melville el elemento demoniaco se identifica con
la seducción inconsciente e insensata por el peligro y por la imagen que nos
hacemos de nosotros mismos después de muertos. Los límites de la vida y la
muerte se confunden en el hombre y se atraen mutuamente. La fuerza de seducción
desatinada que el encanto de lo desconocido ejerce sobre cada uno puede llegar
a ser en ciertos momentos más poderosa que el apego a la propia vida[1]. En
su visita al cementerio de Nantucket, invocando a Júpiter, Ismael hace una
defensa de la necesidad de convivir amigablemente con la imagen de la propia
muerte:
Apenas hace falta decir con qué sentimientos,
en vísperas de mi viaje a Nantucket, consideré esas lápidas de mármol, y, a la
lóbrega luz de aquel día oscurecido y lastimero, leí el destino de los
balleneros que habían partido por delante de mí. Sí, Ismael, ese mismo destino
puede ser el tuyo. Pero, no sé cómo, volví a sentirme alegre. Deliciosos
incentivos para embarcar, buenas probabilidades de ascender, al parecer: sí, un
bote desfondado me hará inmortal por diploma. Sí, hay muerte en este asunto de
las ballenas; el caótico y rápido embalar a un hombre sin palabras hacia la
Eternidad. Pero ¿y qué? Me parece que hemos confundido mucho esta cuestión de
la Vida y la Muerte. Me parece que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es
mi sustancia auténtica. Me parece que, al mirar las cosas espirituales, somos
demasiado como ostras que observan el sol a través del agua y piensan que la
densa agua es la más fina de las atmósferas. Me parece que mi cuerpo no es más
que las heces de mi mejor ser. De hecho, que se lleve mi cuerpo quien quiera,
que se lo lleve, digo: no es yo. Y por consiguiente, tres hurras por Nantucket,
y que vengan cuando quieran el bote desfondado y el cuerpo desfondado, porque
ni el propio Júpiter es capaz de desfondarme el alma
El
capitán Ajab personifica esta relación extraña del hombre consigo mismo, de la
vida y la muerte, del propio cuerpo y la ausencia de este, de la libertad y el
destino[2]. Ajab no solo tiene mutilado irremediablemente
de por vida su cuerpo, también su orgullo y por eso su única razón de vivir es
vengarse de la ballena blanca, dándole muerte. El capitán representa hasta el
extremo la antigua, eterna y siempre actual disputa que resurge en el renacer
de cada conciencia humana: cuál es el límite entre el determinismo y la
incertidumbre, entre la culpabilidad y la inocencia, entre la responsabilidad o
la irresponsabilidad ¿Actúa Ajab con libertad o es la fatalidad la que le aboca
a obrar como lo hace?[3] Ese era el dilema esencial que en el teatro
griego enfrentaba al coro y a los personajes, la lucha entre la pasión, más
real que la razón y la escucha de los consejos sensatos. Schopenhauer sintetizó
este dilema en su famosa frase:
El
hombre puede hacer lo que quiere pero no puede querer lo que quiere.
En
un momento Ismael compara a Ajab con un Sol, la moneda de Ecuador, en la que se
dibujan las tres cumbres que a juicio de Ismael configuran la personalidad de
Ajab: el hombre que nace en dolores, muere en dolores y pasa la vida trabajando
ese dolor, trabajando el misterio de su propio yo:
Hay algo siempre egoísta en cumbres de montañas y
torres, y todas las demás cosas grandiosas y altivas; mirad aquí, tres picos
tan orgullosos como Lucifer. La firme torre es Ajab; el volcán es Ajab; el
pájaro valeroso, intrépido y victorioso, es también Ajab; todos son Ajab, y
este oro redondo no es sino la imagen del globo más redondo, que, como el
espejo de un mago, no hace otra cosa que devolver, a cada cual a su vez, su
propio yo misterioso. Grandes molestias, pequeñas ganancias para los que piden
al mundo que les explique, cuando él no puede explicarse a sí mismo. Me parece
que este sol acuñado presenta una cara rubicunda, pero ¡ved!, sí, ¡entra en el
signo de las tormentas, el equinoccio, y hace sólo seis meses que salió rodando
de otro equinoccio, en Aries! ¡De tormenta en tormenta! Sea así, pues. ¡Nacido
en dolores, es justo que el hombre viva en dolores y muera en estertores! ¡Sea
así, entonces! Aquí hay materia sólida para que trabaje en ella el dolor. Sea
así, entonces (99)
En su libro
Poesía y verdad, Goethe enaltece este
otro aspecto del ser humano:
Lo más fructífero me parece lo demoníaco cuando surge
predominantemente en un hombre. Durante mi vida he podido observar a varios, en
parte de cerca, en parte de lejos. No siempre son los hombres más excelentes
(…) pero una fuerza monstruosa parte de ellos y ejercen un poder increíble
sobre todas las criaturas, más aún, incluso sobre los elementos (…). Raras
veces o nunca coinciden en un mismo periodo, y nada logra superarlos a no ser
el universo mismo con el que luchan; y de esas observaciones es posible que haya
surgido ese extraño pero terrible dicho: Nemo
contra deum nisi deus ipse (IV, libro 20)[4].
[1]
John Seelye, Oceans of Emotion: the Narcissus Syndrome
http://www.vqronline.org/essay/oceans-emotion-narcissus-syndrome ‘The face we see when we peer
into that water is no lovely visage but a monkey-like mask with wrinkled and
trembling brow, the primordial beast inside us all that fears the beasts of the
deep, a very real terror of very real teeth that we have sublimated into a
psychic knot that will never be untied. So the most trivialized ocean yet
invented, floating a plastic shark nicknamed “Bruce,” brought forth fears as
ancient as life itself, suggesting that we may never be able to see the ocean
for what it really is. Instead, we will go on taking two separate voyages, the
one like Nemo’s a technological quest, a domestication of the wilderness
waters, the other like Ahab’s mad search, a primitivistic hunt that is really a
futile exorcising of the monkey man within. In both instances, however, the
lesson of Narcissus still holds, for the face mirrored in the water is always
ours, though often distorted beyond recognition?
[2] En su
ensayo titulado « Calvinism and Cosmic Evil in Moby Dick » Walter
Hervert sostiene que la interpretación que hace Calvino del malvado rey israelí
Ahab, el homónimo del capitán Ahab en el Antiguo Testamento, es crucial para
entender al personaje de la novela de Melville. Calvino cita en varias
ocasiones la historia del rey Ahab para ilustrar su doctrina de la providencia
divina. Dios, que quiere que Ahab se embarque en una campaña militar suicida,
envía como emisario al diablo para engañarlo y lograr así, una vez atrapado en
sus redes, que los profetas de su tierra mintieran en boca del propio rey. Por
más que algunos exégetas más moderados se obstinaran en argumentar que Dios
permitió que el diablo hiciera sus fechorías pero no las sometió a una
supervisión estricta, Calvino se mantuvo firme en una interpretación
férrea : Dios usa a Satán como instrumento de su venganza y no cabe, por
tanto, entender ambigüedad alguna en sus órdenes. Su mandato al diablo, según
Calvino, era muy claro : « Ve y conviértete en espíritu de la mentira
en las bocas de los profetas » (« Go thou and be a lying spirit in
the mouths of all his prophets »). En conclusión, el rey Ahab, según
Calvino, es un réprobo y como tal este pasaje de la Biblia no hace más que
ilustrar el modo en el que Dios actúa con quienes se apartan del camino. (El
Capitán Ahab frente al enigma del abismo : el valor de los símbolos en Moby
Dick José Manuel Rodríguez Herrera)
[3] Prólogo
de la edición de Valdemar (no veo bien la página)
[4] idem
Comentarios
Publicar un comentario