Mi primer viaje a Grecia. Delfos 1996.


En 1996 visité Grecia por primera vez. Asistí a un seminario de tres semanas organizado por el Consejo de Europa en el Centro Cultural de Delfos. https://www.eccd.gr/en/. La llegada fue complicada por diferentes motivos, unos debidos a mi salud (acababa de pasar por el quirófano), otros a que coincidió que el día de llegada era el mismo en el que tenía que examinarme de oposiciones a Cátedra, lo que me obligó a desvincularme del grupo y finalmente hubo una serie de coincidencias por las que perdí el control de mi persona, creo que en parte debido a que el cansancio no me dejó tener resortes para tomar las decisiones adecuadas.
Si recuerdo con detalle y horror mi llegada, recuerdo con la misma nitidez la vuelta, esa sensación que deja Grecia (a la que volví muchas veces después) y que se te queda grabada en la mente cuando cierras los ojos y te ves sumergida en aquel grandioso paraje que bloquea otros recuerdos durante mucho tiempo. Percibía la imagen en varias dimensiones: la añoranza de un lugar bonito; la sensación de lo extraño, de lo escarpado y de lo grandioso; el bienestar de la brisa mediterránea al atardecer de un día tórrido. Me situaba en una cumbre desde la que se veía el mar, una playa tranquila al pie de un monte cubierto de cipreses y pinos que sobresalían entre vides, adelfas y olivos. Un lugar al que se accedía por caminos franqueados por pequeñas capillas y casas blancas que relucían con el impacto de un sol cegador. Me protegían por la espalda las enormes montañas encrespadas que me recordaban que el cielo estaba aún lejos, encumbrado, inasequible y distante.



Llegué a Barajas después de una noche en la que apenas había descansado. Estuve desayunando allí con mi tía y mi hermana que se acercaron al aeropuerto para saludarme y después nos fuimos al mostrador de facturación donde conocí a Rafa y a Charo, que estaban en la misma cola rodeados ambos de maletas. Se mostraron cordiales conmigo y entablamos conversación. Rafa vestía como cualquier adolescente de la época: camisa de cuadros, jeans raídos, tenis y pelo largo y en un primer momento pensé que Charo era su madre. Viendo que yo apenas llevaba una maleta pequeña, Charo me pidió si podía facturar parte de su equipaje a mi nombre y yo en ese momento no me di cuenta del riesgo que podía suponer hacerlo y me ofrecí sin más. Pensé también que quizá así me acercarían directamente al autobús cuando fueran a buscarlos o al menos podrían indicarme cómo llegar. Luego, en el avión Charo me contó que su marido tenía una pensión en Atenas. Poco más le arranqué de ella misma, sólo que había estado varios meses en España cuidando de su madre hospitalizada y que tenía un hijo de ocho años que se llamaba Basilei, el nombre de su abuelo paterno. Rafa fue mucho más explícito, tenía la intención de pasar el verano en Atenas trabajando en una tienda de antigüedades en la que necesitaban a alguien que hablara español. Había conocido al dueño en Navidad en un viaje. Sacó de la mochila un plano de Atenas y me enseño dónde se situaban, la tienda, la pensión y el aeropuerto, así como la estación de autobuses dónde yo debía coger el que me llevaría a Delfos. Charo, que era de su mismo pueblo, le había ofrecido la posibilidad de alojarse de forma gratuita.
Al llegar a Atenas nos encaminamos a la pensión directamente, sin prestar atención a lo que yo quería. La pensión estaba situada en la esquina de dos calles estrechas de un barrio ruinoso que después no he sabido identificar. El taxi aparcó delante de la puerta y Charo fue recibida de un modo raro, pues  toda la gente que estaba abajo en el hall-bar sonreía y la saludaba como si llevasen viviendo mucho tiempo y la conocieran ya de antes pero sin demasiado afecto. El niño era el único que parecía haberla echado de menos, pero ella se mostraba con él muy poco tierna, era como si le sobrara. Es más, tenían un perro al que hizo mil carantoñas y ninguna al niño.
Yo me encontraba molesta porque estaba consumiendo un tiempo que necesitaba para coger el autobús a Delfos, pero en Grecia –como he comprobado después- el tiempo corre de otra manera, ‘σιγά, σιγά’ y, envuelta en aquel calor asfixiante no encontraba el momento de interrumpir la acogida y reclamar su atención. Me había dicho que esperase a que nos situásemos y entonces llamarían a la estación de autobuses para informarnos de la hora en que salía uno hacia Delfos.



Dimitri, su marido, propuso subir a la azotea, donde el calor se resistía, y  le fue enseñando mientras subíamos, las mejoras que se habían hecho en su ausencia. Ella se ponía orgullosa al oírle hablar. Formaban una pareja curiosa, por su comportamiento parecían más bien socios de un negocio que una pareja real. Al niño le trataban muy mal, con mucho desprecio y con una enorme frialdad, su presencia les molestaba, le reñían continuamente y le reprochaban que comiera porque estaba engordando. El pobre Basilei era muy rico y se acercaba continuamente a su lado como mendigando un cariño que no le prodigaban. Me sentía un poco molesta con su actitud y me pareció observar que a Rafa le ocurría lo mismo. Charo nos iba traduciendo los comentarios de Dimitri. Nos dijo que por envidia los habían denunciado los vecinos y estaban sometidos a una vigilancia policial continua. Realmente las calles eran tan estrechas que era posible controlar lo que ocurría en todo el barrio sin mover un pie.
Entre las mejoras, lo que con más orgullo contemplaba era una chimenea y un asador para hacer barbacoas. Yo no le encontraba demasiado sentido a eso en una pensión, pero Charo me comentó que la gente pasaba largas temporadas allí y que era importante organizar fiestas y crear un clima confortable.
La estancia en la terraza se prolongaba ante mi asombro. Trajeron unos refrescos desde una tienda de comestibles que había enfrente, del tipo de las que se veían en los pueblos de España cuando yo era pequeña, y parecían dispuestos a seguir con la tertulia. Yo insistí varias veces en que quería irme ya y por fin conseguí que Dimitri se interesara por mí. Rafa me miraba con atención y preocupación pero no decía nada. Al fin Dimitri llamó a la estación, consultando una guía viejísima y me dijo que no conseguía contactar con nadie así que lo mejor era que pasase la noche allí y cogiese un autobús al día siguiente. En ese momento quise salir corriendo y buscar un hotel pero estaba tan cansada y me encontraba tan perdida que no tuve fuerzas para adentrarme en una ciudad desconocida, tan desorientada como estaba. Charo me ofreció ocupar la habitación que había reservado para Rafa y pareció sincera al aconsejarme que no buscase un hotel porque en esa temporada eran caros y los taxis prohibitivos. Me aseguró que al día siguiente estaría esperándome a las 5 un taxi de confianza. Quise entonces comunicar con Delfos, con alguien de la organización del curso que se celebraba en el European Cultural Center, ya que me esperaban ese día y pregunté si podía usar ese mismo teléfono, pues entonces no había aún móviles, pero me contestaron que no se podía usar ya que era una medida de prudencia para que los inquilinos no disparasen el gasto de teléfono con sus llamadas, pero que él mismo haría una llamada desde allí a la recepción y me darían línea. Yo no sabía si todo aquello era raro o normal pero cada vez me estaba poniendo más nerviosa. 
Llamé por fin a Delfos pero se cortó el teléfono mientras localizaban al responsable que ni yo sabía quién era. Teóricamente era Adrados, hombre tan bueno como adusto que me contestó como era propio. Luego se puso Conchita, la mujer de Pepe García López, que fue amabilísima y me dijo que me esperarían al día siguiente. Pero en estas se cortó de nuevo la comunicación porque en recepción daban línea con un límite muy pequeño y empecé también a tener una especie de claustrofobia o no sé cómo llamarlo.
Cuando asimilé el hecho de tener que pasar la noche en Atenas, quise cumplir mi primer objetivo, visitar la acrópolis. Esa idea anuló en mi mente todos los temores y me convencí de que no había nada anormal en lo que me estaba ocurriendo. La habitación a la que me llevó Charo no estaba mal. Era sencilla y pequeña pero estaba limpia. Estaba en la planta baja y tenía una ventana que daba a un callejón estrecho. El baño estaba fuera de la habitación y me dieron una llave.
A pesar del cambio horario era ya tarde y me entró prisa por salir cuanto antes temiendo que empezase a anochecer. Disponía de poco tiempo y me daba miedo ir sola y perderme, así que le propuse a Rafa que me acompañase porque durante el trayecto en avión habíamos hablado de lo bonito que era el Partenón. Me contestó con una frase rara: ‘como propuesta no está mal’. No lo entendí y, como me convenía, lo interpreté como un sí. Yo quería distanciarme de todo lo que me estaba ocurriendo y me decidí a comentar alguna cosa con Rafa, sin saber muy bien el grado de relación que tenían entre ellos, aunque por supuesto con prudencia.



No fue necesaria la cautela, ya que fue él el que saltó como un muelle comprimido en cuanto nos distanciamos unos metros de la pensión. ‘Para mí todo esto es asombroso, me dijo, y supongo que tú debes de tener la sensación de estar viviendo algo surrealista’, ‘algo parecido’ le contesté. ‘Y supongo, añadió, que no habías tenido antes relación alguna con Charo y su extraña pensión’, ‘¿tú qué crees?’ le contesté. ‘Entonces, continuó, puedo hablar con libertad. Esta noche nos despediremos y ninguno de los dos volveremos a saber nada el uno del otro por el resto de nuestras vidas’. Yo me resistía a ser amable o, digamos, fácil receptora de la confidencia de un desconocido y le respondí: ‘si tú no quieres, no seré yo quien prolongue esta relación’. Entonces empezó a escupir por su boca, ¡pobre!. Lo que más insufrible le resultaba era la relación de la pareja con el niño. El sufrimiento que había apreciado en el niño era como si fuera dirigido hacia él en cierta manera y le dolía enormemente. Me comentó que esto ya lo había experimentado en el viaje anterior, en el que había ido a visitar a Charo y que fue entonces cuando empezó a hacerse amigo del niño para mitigar en lo posible con su afecto el sufrimiento de la criatura.
Yo no salía de mi asombro ante lo que estaba oyendo. Ya vi que era hipersensible y traté de poner distancia porque no quería que se hiciese daño a sí mismo buscando un apoyo que yo no iba a darle. Pero a la vez no dudé de la sinceridad de su sufrimiento, le dejé desahogarse pero cambié de táctica y pasé al ataque y le pregunté directamente de qué conocía a Charo y qué tipo de relación les unía. Me contó que había conocido a Charo por medio de un antiguo ‘novio’ suyo. Como me pareció que aquello era una primera confesión seria le interrumpí para tomar aliento y preguntarle si sabía cómo regresar. Un mundo complicado como el que hay en la cabeza de un adolescente homosexual era lo que me faltaba ese día, aunque ya me notaba anestesiada de todo. Con la interrupción también quería hacerle repetir el comienzo y cerciorarme de que había oído bien. Había oído bien. Rafa tenía un novio desde hacía varios años y vivía con él habitualmente pero ahora estaba en Inglaterra estudiando música. Habían hecho juntos un viaje a Grecia en Navidades y alguien les informó de la pensión que tenía Charo. También me confesó que le sorprendía un poco el interés que ella había manifestado al ofrecerle alojamiento gratuito. Ya había algo que no cuadraba con la historia del principio.
Me contaba todo esto mientras atravesábamos las callejuelas inmundas de aquel barrio, envueltos en un calor infernal. Su relato me animó a acelerar el paso. Me entró prisa por acercarme cuanto antes a la Acrópolis para poder regresar a una hora decente. Procuraba no dar muestras de inquietud mientras Rafa me contaba con todo detalle lo que sabía de Charo y me hablaba sin parar de él mismo. Al parecer Charo se había ido de casa al cumplir la mayoría de edad porque estaba continuamente discutiendo con sus padres y no había vuelto a dar señales de vida. Un pariente coincidió con ella en un Cabaret de Barcelona, que fue el lugar en el que conoció a su pareja y aceptado la propuesta de montar un negocio conjunto, cuya naturaleza Rafa decía ignorar.

Acababa de caer la noche cuando llegamos a la Avenida de Dionisio Areopagita, desde la que se contempla grandiosa la acrópolis iluminada. Había un concierto de cante jondo en el Odeón de Herodes Ático. Con qué poco placer disfruté de lo que hasta entonces era un sueño ansiado. Me habría sumergido en el infinito correr del tiempo, libre de fronteras y, sin embargo, ahora me asustaba perder el contacto con lo real, me ocurría lo que tantas veces antes en mi infancia experimenté cuando estaba enferma y me empeñaba en no dormir porque pensaba que dejar de ser consciente era arriesgarme a morir. 




Nuestra visita fue breve y cumplido el primer objetivo pasé rápidamente al segundo, que era retomar el contacto con el mundo real, es decir, llamar a casa para dar cuenta de dónde estaba. Probé en la primera cabina que encontramos pero no lograba establecer la comunicación. Avanzamos un poco más y en la siguiente ocurría lo mismo. Llamé a varios números desde distintas cabinas pero no lograba comunicar. Apenas doce horas después de habernos conocido, estaba con Rafa en una plaza pequeña abarrotada de gente, semejante a la de cualquier barrio de una ciudad del sur en las noches cálidas de los domingos de verano. Yo tenía un hambre atroz y le pregunté si quería tomar algo. El no parecía estar en condiciones de gastar mucho dinero así que caminamos hacia un puesto en el que se servía Gyro con pan de pita. Me gustó la idea. No había Kebacs entonces en España y aquello parecía apetitoso y original y a la vez barato y pintoresco. Rafa había dejado de repente de ser locuaz y se mostraba circunspecto. Empecé a asustarme. Me sentí obligada a tomar las riendas de la situación y le invité a la comida. Compramos dos refrescos fríos en el quiosco (después lo he llamado siempre períptero) y nos sentamos a comer en un banco de la plaza. Intenté varias veces llamar a casa desde la cabina, pero no sabía por qué no lo conseguía, hasta que desistí y terminamos de comer en silencio. El cansancio me estaba volviendo antipática y la paciencia se me estaba acabando pero no quería que él lo notase  y por eso permanecía callada. Él también había perdido su amabilidad de hacía unas horas y, quizá arrepentido de haberme contado tantas cosas confidenciales, procuraba crear una barrera de distancia que hacía aún más difícil la situación. 'Psíquicamente no estoy muy bien', dijo por fin 'quiero que lo sepas'. A mi ya no me quedaban resortes ni consejos y sólo se me ocurrió decirle: 'casi nadie está bien psíquicamente pero eso no justifica ningún tipo de conducta dañina. No eres una excepción'. El sólo contestó: 'buena respuesta' y no hablamos más hasta terminar de comer.
Luego fuimos a un pequeño hotel que había en la plaza a preguntar si tenían una cabina que funcionase. Rafa hablaba inglés mejor que yo  y se expresó con soltura, pero en el hotel fueron muy antipáticos y no nos dejaron llamar. Como no teníamos ganas de discutir nos volvimos a la pensión de Charo a la que llegamos caminando en cinco minutos durante los cuales tampoco hablamos.

Rafa estaba como atemorizado e inseguro y yo, que ya no sabía por dónde iba a salir, no me arriesgaba a que la conversación derivase en algo molesto. Le ofrecí la dirección del sitio en el que iba a estar  por si necesitaba algo y al despedirnos me dijo: 'no me la des. Es muy probable que necesite algo y no quiero amargarte las vacaciones'. No le convencí, así que nos despedimos sin más.


Allí intenté llamar de nuevo. Había en la portería un tal John y le pregunté si sabía cuál era mi error pero no me contestó. Yo necesitaba urgentemente contactar con alguien y aliviar esa sensación de desaparición repentina que me estaba carcomiendo. Se me ocurrió decirle a John que avisase a Charo para que contactase conmigo en cuanto pudiera y así fue. Le dejé de antemano dinero porque había visto que para llamar había que solicitar la línea previamente. Llegué a la habitación. Me encontraba sucia, sudorosa y quise cambiarme de ropa y ducharme y cuando me disponía a salir  sonó el teléfono. Charo me dijo que acababan de cambiar el código de llamada al extranjero pero que le había dicho a John que me diera línea ya. Eso hice. Colgué, llamé y pude mantener una conversación tranquila y contar lo que me había pasado. Afortunadamente me pidieron el número y llamaron de vuelta inmediatamente. Así me aseguré de que estaba localizada. 

Pasé la noche en vela, en parte asustada y en parte debido al ruido continuo de vida nocturna que había dentro y fuera de la pensión. Como hacía tanto calor tuve que dejar la ventana abierta que estaba a nivel de la calle con el miedo que eso me producía. A lo largo de la noche mi pensamiento vagó de un lado a otro sin control. Se mezclaban, sucediéndose velozmente los variados lugares y circunstancias en que se habían consumido las últimas horas. Valoraba confusamente a las personas integrándolas en la situación que les correspondía y me sentía un momentáneo ‘punto de encuentro’ de mundos muy diversos. Fui dejando que las oras se sucedieran, sobresaltada por el ruido continuo hasta que a las 4 de la mañana decidí levantarme y arreglarme para salir. Se suponía que iban a llamarme a esa hora y que un taxi me esperaba a las 5 pero no fue así. Ya muerta de miedo me dirigí a la calle principal, cogí un taxi al vuelo y me dirigí al autobús. 
Llegué al autobús y en la taquilla me dijeron que ya no había billetes. Estaba tan cansada que no sabía qué hacer, así que me decidí a usar la técnica mediterránea de llorar. Y como eran mediterráneos funcionó. El conductor me dejó ir con él en el asiento del copiloto.
El viaje duró seis horas, con parada en medio para comer. Yo no me esperaba en absoluto tanta distancia y siempre pensaba que estábamos llegando ya. Pero seguíamos subiendo montañas. Me acordaba de que el camino a Delfos siempre se define como ‘escarpado’. Ciertamente así era. En mi estado lamentable me esforzaba en comprender en virtud de qué algo tan bello y tan nítido se nublaba ahora ante mi desconcierto. Las emociones hervían en mi cerebro. Me paralizaba el miedo atroz a quedarme atrapada en aquel lugar como si fuera el castigo impuesto por los olímpicos para expiar un crimen que no era consciente de haber cometido. Desde que llegué tuve la sensación de que el tiempo se había transformado en una rueda eterna que las Moiras usaban para tejer mi destino.

Pero todo acabó bien. Por fin llegue al lugar previsto, un centro de conferencias espacioso y agradable y una gente encantadora con la que pasé unos días deliciosos. Muchos de los clásicos en el gremio. Allí conocí a Adrados, a Antonio Guzmán, a Alfonso Martínez, a José María Lucas, a Pepe García López y a su mujer, Conchita, a José Francisco González Castro, Ramón Torné y a gente con la que después he vuelto a coincidir como Maria Carmen Ponce y Amor Jimeno. 
Estaba también una periodista de El País, Cruz Blanco, que enviaba reseñas diarias y que nos animó a escribir y firmar lo que allí llamamos el  manifiesto de Delfos . Otro artículo, también de El País es este tan bonito 'Bajo la sonrisa triste de Apolo', de la misma periodista. Y otro que tituló 'Temor en Itea al sistema catalán
Teóricamente las sesiones eran por la mañana y la tarde, pero las juntamos todas por la mañana y por la tarde nos íbamos a la playa o a ver algo como Osios Lucas o algún otro sitio que no conozco. Lo pasamos muy bien.  



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