Alba de Tormes. Noventa años de vida vistos desde un globo.
Por estos años fue cuando empezamos a
pasar un mes de verano en Alba. Me acordé de aquellos veranos cuando volví
allí para asistir al entierro de mi
cuñada Emi, la mujer de Manolo, el hermano mayor de Agustín, y recordé los veranos que allí pasamos antes
de nacer Eduardo, el quinto de mis hijos.
Fueron tres veranos dignos de recordar
por lo original de nuestro veraneo ya que vivíamos en una posada donde los feriantes
venían con el ganado y dónde la posadera, que se llamaba Teresa, les preparaba
la comida y guardaba los caballos en la caballería, una gran cuadra que había
en el piso de abajo.
La posada tenía dos grandes comedores y a
nosotros nos dejó uno y una alcoba de forma que en la alcoba, que tenía dos
camas grandes, dormíamos en una de ellas Agustín y yo y en la otra Tere y Agus
que eran aún muy pequeños. Las dos mayores dormían en el comedor, en una cama
plegable.
Lo más original de todo era que, como
Tere era pequeña, cuando se despertaba pronto y yo no quería despertar a los
demás, la cogía y nos íbamos a la cocina y allí charlábamos con los feriantes,
que contaban y tenían historias de lo más variado, hasta el punto de que yo
pensé en escribir un libro sobre todo aquello pues tan pronto charlabas con un
señor que iba por los pueblos haciendo colchones como con un confitero que
venía a por caramelos para la tienda que tenía en su aldea y así como estas
montañas de vidas que yo nunca hubiera imaginado que existieran. Había también
un señor viudo que era de Madrid, un matrimonio sin hijos que se habían casado
ya de mayores, un empleado de la caja de ahorros que era de un pueblo cercano…
así hasta el infinito.
La señora Teresa, la posadera, nos daba
muy bien de comer, pues era una gran cocinera. Por la mañana nos íbamos de
paseo al Espolón y por la tarde al rio, a la dehesa a bañarnos. Nos hacía una
tortilla para que las niñas merendasen en el río porque sobre todo Marga comía
fatal. El agua estaba helada. Yo no sabía nadar y Agustín decía que ya era muy
tarde para aprender pero yo, que tengo un gran tesón, aprendí a nadar a los 36
años. No como Ester Villar pero me defendía bastante bien y, a partir de
entonces, es cuando empecé a disfrutar del agua pues luego he tenido muchos
años la posibilidad de nadar en el mar y en la piscina del Club del Pinar.
María José un día que estaba por trabajo
en Salamanca fue a Alba con Agustín y conmigo y se acordaba de todo. Margarita
dice que le haría mucha ilusión ir un día para recordar aquellos veranos.
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