NUMANTIA El libro del cónsul RALPH HAUPTMANN

 



ROMA – UNA GRAN POTENCIA MUNDIAL TIENE MIEDO

 

Para comprender la siguiente historia, y particularmente a sus protagonistas es importante saber que lo que impulsó en todo momento la actividad de Roma, de la gran Roma, fue principalmente el miedo. Y aunque esto pueda sonar a algo a fantasioso, es esencialmente este miedo lo que dio sentido e impulso a lo que llegó a ser el Imperio Romano.

Estaba en la psique de todo romano percibir como una amenaza todo aquello que era ajeno a su entorno familiar. Esos pueblos extraños que traspasaban las fronteras de su ámbito vital, que estaban regidos por sistemas políticos totalmente diferentes, incluso con toda seguridad, mucho menos civilizados (al menos desde un punto de vista romano) podían convertirse en una pesadilla. Donde mejor se muestra esa percepción es sin duda en la cartografía, pues sin duda es allí donde encontramos mapas en los que se refleja en detalles más o menos precisos la descripción del terreno y se aprecia lo avanzada que estaba la agrimensura (¿Cómo podrían si no, haberse construido obras arquitectónicas de más de cien kilómetros como son por ejemplo los acueductos?). Y lo cierto es que, fuera del mundo romano, no hay una descripción del terreno rastreado de semejante precisión. Descubrimiento era siempre sinónimo de conquista. La elaboración de mapas sólo puede hacerse después de que el ejército ha pacificado la zona conquistada y quiere construir carreteras para que las legiones puedan organizar y gobernar los territorios. Había que viajar para que llegase el sustento a los destinatarios. Alrededor del año 297 d. C., el conocido retórico galo Eumeius concluye un discurso solemne con las siguientes palabras: «Ahora ya podemos al fin estar contentos, pues al mirar un mapa del mundo no vemos territorio enemigo.»

Eso implica que en la sociedad romana aquello que daba prestigio, lo que protegía del peligro que se siente al estar inmerso en un territorio en el que vive una raza extraña, no es solo la seguridad que da el saber gobernar esos territorios, sino ante todo el procurar que esas zonas vayan mejorando y adquiriendo un modo de vida romano. Eso es lo que se entiende por auctoritas. Una auctoritas que había que conseguir compaginar con el poderío real que da la fuerza de una administración política bien llevada, y eso es lo que se entiende por potestas. Conseguir esto es bastante, pero no suficiente. En la historia de Roma encontramos suficientes casos de personajes que ostentaban cargos pero que no eran más que una marioneta de quien movía sus hilos y les otorgaba beneficios y esos eran los que poseían realmente gran auctoritas.

La auctoritas provenía en principio de la estirpe. Los pertenecientes a familias de rancio abolengo, los patricios (de patres = padre) disfrutaban de una elevada reputación. Las principales familias eran los Aemilii,, los Cornelii, los Metelii y los Fabii. Para ellos la carrera política no tenía límites externos, a diferencia de lo que les ocurría a los plebeyos (de plebs, gente o pueblo), quienes, aún con más dificultad, también podían acceder a puestos elevados de gobierno de la república romana.

Teniendo en cuenta que el mayor grado de auctoritas solo se alcanzaba con éxitos militares, la carrera política acaba irremediablemente cuando se alcanzaba el cargo de cónsul, el más elevado de la república y que, entre otras cosas, implicaba asumir la función de comandante jefe de las legiones romanas. Al cónsul se le asignaba la provincia que él eligiera o, a veces excepcionalmente, una que no hubiera elegido. El candidato veía puesta a prueba el grado de auctoritas que iba a tener que ejercer: si se le asignaba una provincia ya pacificada, sin problemas administrativos, es decir, un puesto tranquilo, podía interpretar que, en cierta medida, no se le valoraba demasiado como militar y que lo único que se pretendía era alejarlo lo más posible de Roma. Algo parecido a lo que hoy llamamos ‘el principio de Pedro’ según el cual cada uno se queda en el puesto en el que demuestra su incompetencia y se le relega a un puesto en el que ya no se espera nada de él (lo equivalente a nuestro actual ‘supervisor’ o ‘asesor’). Ese destino podría también interpretarse como una recompensa merecida, un descanso tranquilo por los duros servicios prestados anteriormente.

Algo distinto significaba el que te enviasen deliberadamente a un área crítica, a la que se destina a un general capaz de desempeñar un gran servicio a la comunidad.

Pero a veces se cambiaban las reglas…

Desde finales del siglo III y sobre todo desde el comienzo del siglo II a. C., un tipo de miedo completamente diferente surgió en Roma: el miedo al ‘enemigo de dentro’: algunos hombres fuertes en los que se sustentaba el sistema político de la república (los que después serían los emperadores) cambiaron las tornas y se apropiaron del poder. Este nuevo orden de cosas hizo surgir un cambio en la dinámica del juego. Conscientes de que los buenos jefes del ejército gozaban de la lealtad incondicional de las legiones a su mando, el senado romano aprobó en el año 151 a. C. la ley del consulatu non itinerando, una ley que prohibía que alguien pudiera ser relegido cónsul sin que hubieran transcurrido diez años desde el cese del anterior mandato. Esto, añadido a la norma de que el consulado sólo durase un año, evitaba que los legionarios establecieran un vínculo demasiado estrecho con sus líderes.

Roma enseguida fue consciente de que, sobre todo en las zonas de conflicto, por muchas razones ese deseo de disminuir el poder de un individuo debía ser sopesado. En primer lugar, porque, como hemos dicho, en los lugares críticos por regla general se emplazaba a los generales más expertos. En segundo lugar, porque en esos lugares es donde se concentraba la tropa más numerosa. En tercero, porque la fidelidad a los jefes se consolidaba de forma más rápida en las zonas de guerra que en las áreas en las que las legiones ejercían funciones meramente administrativas. Los sufrimientos y los éxitos en la batalla unen mucho.

La lucha que mantuvo Roma contra la excesiva concentración de poder militar en un solo hombre queda patente de muchos modos. Por ejemplo, en torno al 205 a.C. la provincia de Hispania se dividía en Hispania citerior e Hispania ulterior, en el 197 d. C ocurre lo mismo en la provincia de Britania y queda dividida a efectos administrativos en Britania superior y Britania inferior. La finalidad es clara, se trataba de dividir el poder militar entre dos comandantes que incluso podrían ser rivales entre sí llegado el caso. Ilustra bien como era ese juego de poder y de intrigas el que se construyeran en la Britania entre los años 210 y 245 d. C. una serie de fortificaciones en el sureste y en el este, especialmente en los estuarios, lo que hoy es conocido como la costa sajona. Estas fortificaciones se usaron por más de ciento noventa años como baluarte de defensa contra las invasiones germánicas, pero en el momento de su construcción su misión era otra muy distinta.  Por una parte, serán los puntos desde los que partía la flota romana en Britania, sobre todo la que servía de protección del transporte de cereales para el sustento de las guarniciones romanas que había en la frontera contra los ataques de los piratas. Por otra, la misma flota controlaba la costa británica desde esas fortalezas, no tanto para protegerse del ataque bárbaro sino de otro eventual rival de la propia Roma que tuviera intención de hacer uso de las tropas situadas en Britania.

Una clara manifestación de ese constante temor es en última instancia la famosa historia de amor tan controvertida entre César y Cleopatra. César se encontraba en el año 48 a. C. en el punto culmen de poderío. Egipto puede que fuera inferior a Roma en cuanto a recursos militares, pero disponía de otros increíblemente peligrosos si se entablaba un conflicto, y con ese miedo en la mente a poder tener ‘el enemigo en casa’, Cesar decide que se siente más seguro con una reina egipcia sometida en Roma que con un gobernador romano en una tierra con semejante potencial militar.

Pero ese miedo constante a los enemigos internos y externos no impidió que Roma y sus representantes desarrollasen un alto nivel de confianza en sí mismos. Y esta autoconfianza a menudo se convirtió en pura arrogancia...

Cuando los Romanos ocuparon la península ibérica tras su victoria sobre la plaza de Cartago, la población local pasó a ser su ‘súbdito’, o al menos así lo veían los romanos, aunque los ‘súbditos’ lo veían de otra forma. Los cartagineses, como eran gente del mar, habían ocupado solo la costa y dejado en paz a la mayor parte de los habitantes que no conseguían entender por qué debían convertirse de repente en súbditos de una potencia extranjera con la que no tenían nada que ver.

Eso hizo que se mostraran recalcitrantes y que ofrecieran resistencia persistente a los romanos por más de setenta años. Eso era algo que no entraba en los esquemas de los romanos, algo comprensible dado que no existían ciencias como la arqueología y la lingüística comparada. Pero el hecho es que la población que todos designaban como Hispani o Lusitani, eran parientes lejanos de un pueblo con el que los romanos doscientos años antes no solo había tenido una relación desagradable, sino que incluso había hecho casi desaparecer a la propia Roma en el año 387 a. C.

Eran inmigrantes que se habían fusionado con la población indígena ibérica unos quinientos años antes y eran los entonces conocidos por los romanos bajo un nombre que en ese momento, doscientos años después, aún provocaba pesadillas en la memoria colectiva romana.

Galli (Los galos)

 

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