Alemania. Verano de 1989. Preludios de la Deutsche Wiedervereinigung


Corría el verano de 1989. Yo estaba trabajando en mi tesis doctoral, algo que había compatibilizado  con el trabajo en el Instituto en Ferrol hasta precisamente aquel año, en el que me concedieron una licencia por estudios y pude trasladarme a vivir a Santiago y dedicar un tiempo del que hasta entonces no había dispuesto.
Fue un año de mucho aislamiento, de un aislamiento al que no estaba acostumbrada, pues hasta entonces mi dedicación al estudio, movido por un afán tan digno de elogio como solo mucho después he podido comprobar, se limitaba a las 14 horas que sacaba los fines de semana. 14 horas que eran el único descanso de que disponía y que gustosamente invertía en estudiar. Ahora lo pienso y no me lo creo. Era lo que hoy he traducido con mis alumnos, φιλομαθία. 
Pues siguiendo con el relato, aquel invierno del 88-89, conseguí una licencia por estudios y me trasladé a vivir a Santiago. Me pagaban por estudiar. Creo que fue el primer año que se ofertaron esas licencias y una amiga, también profesora, que confiaba y que creía en mí, me facilitó información y me ayudó a preparar los papeles para que me la concedieran. Pienso que además se encargó de mover algún hilo, pero eso no me lo dijo nunca. De estas cosas he ido dándome cuenta después y me apena no haber sido suficientemente agradecida en su momento.
Aquel invierno me dediqué a mi tesis, disponiendo de un tiempo que me parecía y era un lujo y aprovechándolo con un tesón y un esfuerzo que verdaderamente solo después he comprendido que eran encomiables.
Impulsé bastante el trabajo a pesar del poco ánimo que recibía por parte de mi director. Yo no quería atascarme dedicando mi vida a un trabajo que acabaría empequeñeciéndome. Así que dediqué mi tiempo y mi juventud y -podía incluso decir- mi status humillante a algo que no sé si valió la pena pero que en aquel momento me parecía que si.
Mi vida en Santiago aquel año fue aburridísima. No quería meterme en líos que me restasen dedicación y lo único que hacía era estudiar e ir a clase de alemán porque en aquel momento todo filólogo clásico que se preciase tenía que saber alemán. 
Allí conocí a alguna gente y decidimos juntos hacer un curso en verano del Goethe Institute. Solicitamos una beca y sólo había lugar en un sitio que no nos interesaba así que pagamos el curso y nos fuimos a Bonn. 
A mi me admitieron en un nivel más alto que a los que venían conmigo, creo que en parte por mi agilidad para los idiomas. Hice muy bien el test de entrada, que era escrito, no porque supiera mucho sino porque para mí es muy fácil deducir las respuestas. El caso es que me pusieron en un nivel superior al que realmente tenía y aquello no me benefició mucho en cuanto al aprendizaje de la lengua, pero si  que fue muy positivo por la gente que conocí en aquella clase.
Fue el año anterior a la caída del muro, la época de Gorvachov y la perestoika y había un grupo numeroso de polacos haciendo el mismo curso que yo y otros en niveles menos y más avanzados. Nos hicimos muy amigos. Eran unos personajes variados y aguerridos. Recuerdo una chica que estaba en mi misma clase y un niño de unos 15 años de los que me hice muy amiga. A mitad del curso desaparecieron un fin de semana algunos de ellos. A la vuelta nos pusimos a hablar de cómo veían la situación política de Polonia y recuerdo perfectamente en alemán la expresión que usaron: unbegrenzte Möglichkeiten, 'las posibilidades son ilimitadas'. Todo estaba ya pactado. El muro iba a caer.
En Alemania sólo se hablaba de fronteras. Fue cuando me di cuenta de la importancia que había tenido el reparto de territorios de las guerras mundiales. La rivalidad más tradicional, la deuda más histórica era la que había con Polonia. Recuerdo a una chica alemana contar casi con lágrimas cómo en la zona fronteriza de donde eran sus antepasados, los curas polacos se negaban a confesar a los alemanes. Era dura la reconciliación. Había muchas heridas.
Como una semana después de haber empezado el curso llegó un grupo de rusos. Estoy hablando aún de la Unión Soviética de entonces. El grupo era de unos 12 o 13 y los distribuyeron en clases distintas. Para mi aquello fue un espectáculo. A mi clase llegaron dos chicas y un chico. Eran guapos, cultos, listos, agradables y vestían como en España en los tiempos de mi niñez, con ropa pasada de moda pero como si fuera lo más elegante que tenían. El chico se llamaba Oleg, era economista y hablaba muy bien alemán. Las chicas eran guapísimas, una se llamaba Irina y era rubia, alta y delgada y la otra se llamaba Olga y era morena, de cara redonda, bajita y con ojos rasgados. Esta última era muy amable conmigo pero la otra no y no entendía por qué hasta que Olga me explicó que se moría de envidia por la ropa que llevaba (nunca he vestido demasiado bien pero comparada con las alemanas debía de ser aquello la bomba).
Un día iba yo con una de mis amigas españolas  a clase y coincidimos con Olej en el trayecto desde el tranvía a la escuela donde se impartían las clases. Se acercó y lo primero que dijo fue 'Olé España'. Yo le había hablado de él a mi amiga y cuándo lo vio me dijo 'no hace falta que me digas quién es'. Nos preguntó de que parte de España éramos y nos fue describiendo las costumbres de cada una de las regiones: de Andalucía, del norte, de Castilla.... yo a punto de decir lo de que en la Estepa había buenos polvorones y que qué rica la ensaladilla  y los filetes rusos.
Lo más curioso de aquello era el control que ejercían unos sobre otros. Nunca podías quedarte a solas con alguno de ellos porque inmediatamente aparecía otro. Había un chico medio alemán medio tailandés que estaba al cargo de las tareas administrativas del centro y estaba fascinado por Olga. Pues no hubo modo de que pudiera intercambiar una palabra con ella. Los demás nos reíamos de la situación evidente a todas luces.
Los rusos desaparecían con frecuencia algún día y luego nos contaban, sobre todo Olej, que habían sido entrevistados en distintos medios sobre la situación de la Unión soviética. Hablaban muy bien alemán que habían aprendido en la antigua RDA.
El lunes siguiente al primer fin de semana que pasaron en Bonn volvieron con el look renovado: minifaldas vaqueras, cazadoras modernas etc... Empezaron a llegar tarde a clase y no sabíamos lo que pasaba hasta que una de mis amigas se enteró, por uno de los organizadores, que ese fin de semana habían consumido todo el dinero de la beca y no sabían qué hacer. Tuvieron que pedir un préstamo.
Con Olga me seguí escribiendo a la vuelta. Con el tiempo lo dejamos y no volví a saber nada de ellos.
El chico polaco odiaba a los rusos. Ni les dirigía la palabra. Hacía como que no entendía ruso, aunque por entonces en toda esa parte de Europa el ruso era obligatorio en el colegio.
Había también más gente interesante en aquella clase. Me acuerdo de Selím, que era de Tunez. Le hacía mucha gracia que yo me dedicase al griego clásico. Tuve que hacer una exposición oral y la hice sobre la Tragedia Griega. ¡Qué valor! ahora que lo pienso. A todos los españoles que iba conociendo les preguntaba que si habían estudiado griego clásico y la verdad es que, como la mayor parte de la gente que estudiaba idiomas había hecho letras, le decían que si. Luego me lo contaba. Nos encontrábamos mucho por la calle porque Bonn es una ciudad muy animada en verano y tiene un centro histórico relativamente pequeño. Selim tenía una novia francesa que se fue a mitad del verano y ya encontró otra a los dos días.
Otro de los que estaban eran Egipcio. Un buen tío pero no me acuerdo cómo se llamaba. Era muy normal y bromeaba mucho con el mundo árabe porque sabía que nos escandalizaba la poligamia y este tipo de cosas. Tenía sentido del humor y debía de tener buena posición social.
Con otro árabe, no me acuerdo de qué país, me ocurrió una anécdota graciosa. En el intermedio de clases íbamos a tomar café que cogíamos de una máquina haciendo una ordenadísima cola como se hace solo en Alemania. Yo iba detrás de él en la cola, él metió su moneda, cogió su café, metió otra moneda y se fue. Yo le dí un toquecito en la espalda para avisarle de que el café que salía era suyo y él me contestó: 'Un hombre, excepto en Alemania, siempre invita a una mujer. Ese café es el tuyo'. Entendí por qué en España se llama moros a los hombres corteses. Me gustó.
Casi todos se quedaron allí ese curso. Yo me hubiera quedado con los ojos cerrados. Me lo pasé muy bien. Si hubiera tenido de qué mantenerme, no lo habría dudado.

Conocí también a Hellen. Busqué en la Universidad alguna nota en la que alguien solicitase un intercambio de conversación  español-alemán y había una de una chica que lo ofrecía. La llamé y quedé con ella. No apareció. La llamé de nuevo y había habido un error de comprensión en la cita, así que volvimos a quedar y pudimos vernos. Hellen era estudiante de teología católica y todo lo contrario a lo que uno se pueda imaginar de un personaje semejante en España. Era muy muy feminista y defendía con ahínco la teología de la liberación. De hecho quería mejorar su español para hacer una estancia en Mexico y dar unas conferencias allí.
En Bonn era relativamente frecuente encontrarse a gente normal que estudiaba teología católica como su primera carrera. Era una facultad con cierto prestigio.
Hellen era rubia, de grandes ojos azules, extrovertida pero prudente, simpática y muy muy educada. Estaba haciendo el doctorado en el que defendía que nadie podía ser virgen y madre. Desde el principio congeniamos y discutimos. Me llevó a su casa varias veces y descubrí también allí un modo de vida que desconocía. Vivía en una habitación alquilada en una casa grande, céntrica, en una de las mejores zonas de Bonn. Una casa señorial que su dueño podía mantener alquilando por habitaciones. El dueño vivía también en la casa.
Su habitación era enorme. Y en la habitación estaba todo: la cocina, el baño, la cama, el piano, la máquina de coser, el armario, los miles de libros. Sin solución de continuidad, pero germánicamente distribuido. Ya digo que era muy grande, como un gran salón de una mansión antigua. El techo tenía artesonado y una gran lámpara. La cama también era antigua, repujada y todo lo demás era, digamos, distinto. Había ido adquiriendo los muebles de un modo muy curioso y frecuente en Alemania entonces y que también tuve ocasión de conocer después, aunque fue ella la que me informó de su existencia.
Una vez al mes, la gente dejaba todo lo que le sobraba pero que aún estaba en buen estado en la calle y los estudiantes, los extranjeros o los propios ciudadanos se paseaban para ver qué les podía servir para su uso personal o qué podían coger de ahí y vender al día siguiente en el früh Markt, que era un mercado totalmente variopinto, de kilómetros, en los que se vendía de todo. Me encantó la idea. Me contaron que muchos estudiantes o emigrantes, o algunos que eran las dos cosas, se pagaban de ese modo su estancia, vendiendo cosas que recogían la noche anterior en la calle. Para los alemanes, que dicho sea de paso son gente enormemente compasiva, era también un modo caritativo de contribuir a mantener a los emigrantes.

Los fines de semana hacíamos excursiones con la gente que conocimos allí. Alquilábamos un coche y fuimos a Bruselas, Amsterdam, Aachen, Trier y no sé si a algún sitio más. Nos salía muy barato el alquiler dividido entre todos y se formaba un ambiente variopinto. Así descubrí que era frecuente comer por la calle y cosas de este tipo que en España eran inusuales.

Otro chico del que me acuerdo era Alejandro, era chileno y muy amable, como son los chilenos. Estaba casado con una alemana y le costaba mucho vivir allí. También había un nicaragüense que era político y discutía mucho con la chica polaca de mi clase. 















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