Segarra (El perro)





El Segarra era un perro grandote sin pretensiones por su parte de tener pedigrí ninguno. Era eso, un can cariñoso lametón que sabía muy bien cumplir con su deber honradamente. No fue mimado en absoluto, tenía lo suficiente para vivir y, como en los cuentos, vivía feliz y comía de todo menos perdices… y se daba con el hueso en las narices… ¿Por qué se llamaba Segarra? Pues por un ministro de la dinastía de los Borbones (vea esto quien se interese por este ministro y la monarquía, pero no es este mi propósito sino hablar del nombre del can).
Contaba mi padre que el abuelo de su abuelo, el protagonista de esta historia, un día cogió el caballo y se fue a otro pueblecito cercano. Mi padre al contarlo, hacía unas veces de caballo y otras de jinete y periódicamente intercalaba en la narración: patapún patapún patapún. Según la prisa que tuviera nos contaba la historia haciendo con los dedos el trote o el galope del caballo y nosotros, sentados todos en la alfombra, escuchábamos insaciables la misma historia. No había nada más en el mundo que la historia del Segarra y siempre en lo más interesante había que dejarlo hasta otro viernes, que era el día en que papá no iba al casino y se quedaba jugando con nosotros.  Nos parecía que el viernes no llegaba nunca y que la hora de irse a la cama, se adelantaba.  
Este abuelo, protagonista de la historieta, había vendido unas tierras y cobrado en monedas de plata, las llamadas peluconas que equivalían a cinco pesetas de plata. Las metió en una bolsita y esta, a su vez, la coloco en una faja que llevaba alrededor de la cintura. Y se volvió a san Miguel montado en su caballo. Pero en el camino sintió una necesidad fisiológica urgente, se paró, se quitó dicha faja y, cuando terminó, se la volvió a poner, pero se le olvidó meter ahí la bolsita de las peluconas.
El chucho lo vio todo y, como pudo, avisaba al caballo y al jinete, pero ni uno ni otro entendían qué era lo que estaba pasando con el dichoso perro que estaba tan inquieto y siguieron su camino. El perro iba y venía como loco y no cejaba, insistía, hasta morder al caballo y hacerle sangrar. Pensó entonces el jinete que se habría puesto rabioso, sacó el revólver, que se conservó en la familia durante algún tiempo, y le dio dos tiros.
Cayó en tierra el animal. Caballo y jinete siguieron el viaje. Al entrar en el pueblo, ya cansados, aquel personaje se dio cuenta de lo que había ocurrido y fue a todo galope a buscar al perro y el contenido de la bolsa. El animal ya no estaba allí pero sí los restos de sangre, por lo que dedujo que el can estaba vivo. Y en efecto, lo encontró moribundo protegiendo la bolsa con el dinero. Recogió al perro y las monedas y, esta vez al galope también, llegó a su casa y pudo salvar la vida del perro. Nosotros al escuchar la historia nos alegrábamos igual que el protagonista con ese final feliz. Y esta es la interesante historia de Segarra con la que empiezo a contar mi vida. (Comenzar y recomenzar. Memorias de Purita)

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